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Desde adolecente tuve la “suerte” de acudir a abogados y tribunales, donde existía una práctica muy habitual: cuando un abogado daba su tarifa, siempre la explicación era “no todo es para mí, la mitad es para el juez y el secretario”. Mi acercamiento a la lucha contra la corrupción se da motivado al descubrir que esta práctica, a pesar de frecuente, no era normal.

En mi primera experiencia dentro del ámbito público, me enfrenté a dos casos vistos entonces como “normales”:

  1. Un conductor me dice “doctor, usted no está en nada”, pensé que era una crítica a mi gestión y pregunté ¿por qué?, la respuesta fue que en el cargo que yo ocupaba se podía cobrar de dos mil a veinte mil dólares por cada puesto, dependiendo de la “oportunidad” para recuperar la inversión. A partir de esa fecha, construimos indicadores para evaluar a los servidores e implementamos políticas anticorrupción para cambiar esa percepción tan naturalizada.
  2. Cuando se le encontró a un funcionario recibiendo una coima, emprender el camino de separarlo de la institución fue un reto que jamás alcancé, lo máximo que logré fue trasladarlo a otra área que no tenga relación con el público. Esta persona tenía discapacidad y con ese argumento fui acusado de discriminación. Como a los tres meses de iniciado el proceso, esta persona me aborda y me dice “por favor regréseme a mi puesto, entiéndame, tengo cinco hijos y el sueldo no me alcanza”. Tan normal vemos a la corrupción que a momentos, hasta parecería, que es una actitud de solidaridad auparla.
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